Piropeo
En Salta se conserva la costumbre de que los caballeros piropeen a las damas. No tengo claro qué significa para los varones esta forma gratuita de alabanza o encendida (y efímera) declaración de amor; sí sé que a mí me agradan los piropos las más de las veces, si parece que vienen de buena fuente y son amables. Pero nunca antes me pasó algo como lo que contaré y no creo que vuelva a suceder.
Yo estaba leyendo absorta al sol. El viejito alto de la plaza se me puso al lado de repente, bien de frente para llamar la atención, y con una sonrisa de niño travieso dijo decidido: “Señorita, usted es muy linda. ¡Muy linda! ¡La felicito!”. Me entró una risa incrédula mientras el viejito me daba la mano y seguía: “¡La felicito!”. Mientras yo sacaba un “Gracias” en medio de la risa veía cómo él levantaba las dos manos juntas hacia el cielo, sonriéndose aún más, sonriendo a las alturas, y se alejaba con signos de contento, cada vez más niño. Así se verá él, pensé: sólo me puede decir esto porque él mismo se siente lindo; y seguí leyendo. Sólo después recordé que desde hace unos meses en Salta hay voluntarios que se ocupan de asear y lavar la ropa de los mendigos, y me sonreí. Ya había asistido a la transformación de ese señor, marchito y huraño: primero de su camisa, inmaculada ahora y bien planchada; luego de su rostro, que se ablandó y comenzó a expresarse; hasta llegar, ya se ve, a su corazón: a que se atreva a tener unos ingenuos lances con las señoras.
Yo estaba leyendo absorta al sol. El viejito alto de la plaza se me puso al lado de repente, bien de frente para llamar la atención, y con una sonrisa de niño travieso dijo decidido: “Señorita, usted es muy linda. ¡Muy linda! ¡La felicito!”. Me entró una risa incrédula mientras el viejito me daba la mano y seguía: “¡La felicito!”. Mientras yo sacaba un “Gracias” en medio de la risa veía cómo él levantaba las dos manos juntas hacia el cielo, sonriéndose aún más, sonriendo a las alturas, y se alejaba con signos de contento, cada vez más niño. Así se verá él, pensé: sólo me puede decir esto porque él mismo se siente lindo; y seguí leyendo. Sólo después recordé que desde hace unos meses en Salta hay voluntarios que se ocupan de asear y lavar la ropa de los mendigos, y me sonreí. Ya había asistido a la transformación de ese señor, marchito y huraño: primero de su camisa, inmaculada ahora y bien planchada; luego de su rostro, que se ablandó y comenzó a expresarse; hasta llegar, ya se ve, a su corazón: a que se atreva a tener unos ingenuos lances con las señoras.
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Jaime