mandarinas

Es pueril, casi inexplicable, tener las mandarinas como símbolo de transgresión. Como casi todas las cosas, el asunto viene de la infancia: estaba prohibido comer mandarinas en las clases de dibujo del colegio; o, más bien, jugar con las cáscaras para hacer unos efímeros tattoos de papel de diario. Puedo suponer que yo no comí muchas mandarinas en clase (aunque sí recuerdo mi piel con tattoos). Con gran sorpresa y desenvolviendo recuerdos me las encontré aquí en Barcelona, en una picadita de fin de año en la facultad. Desde entonces me vienen acompañando -discretamente- por todos lados.

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