Poseidón y Ludmila

Poseidón era alto como dos hombres fornidos y casi mudo. Su ronquera se había hecho crónica de tanto gritar por gritar, encima y debajo de las olas. Se hacía entender a borbotones, con gestos de las manos sobre la cabeza y miradas profundas y negras como el océano. Mandar era su sino familiar. Tenía tres súbditos encargados de adivinar su pensamiento y retransmitir sus órdenes. Esto no era demasiado difícil. Poseidón tenía tres ideas: orden (un orden hecho de listados minuciosos), fagocitar (especialmente lo nuevo y reluciente) y que cada ser viviente tenga siempre presente que en el océano infinito no puede haber cosa alguna que escape a la dulce solicitud de Poseidón. Poseidón tenía además un deseo. Estaba obstinado en la búsqueda de la belleza por medio del dominio. Desde pequeñito, cada noche había soñado que era una mariposita azul con puntos negros en las alas, y que su vida era en verdad dichosa y su conocimiento libre y espacioso tanto como su capacidad de dejarse llevar por la brisa y mirar de hito en hito el sol, las piedritas en la arena o los tonos cambiantes del agua. Y ese sueño inacabable era su tortura y su deleite.
Un día de primavera apareció en la playa una mariposita azul con puntos negros en las alas. Era un poco sorda de la oreja derecha y se llamaba Ludmila. Entonces (...)

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