El óbolo del viudo

Esta mañana me senté en la catedral en un banco cualquiera, para Misa de 8. Justo detrás de un señor quizás mayor. Llevaba el pelo un poquito revuelto, con unas marcas del sombrero. El sombrero estaba a un lado, caído (un rato después pude ver que el interior del sombrero estaba protegido por un trozo de periódico). Con traje de color claro e indefinido y ornado con manchas antiguas y recientes, grande en relación al tamañito del señor en largo de mangas y ancho de hombros. Delante del reclinatorio había una bolsa de mercado. Ya había comenzado la Misa cuando sacó de la bolsa grande una bolsita, y de ella dos santitos de yeso pintado, con mucha pátina del tiempo y rayones. Los santitos fueron puestos sobre el banco, para que oyeran también la Misa. Del bolsillo izquierdo, que yo podía ver, salió una tela retorcida que reconocí como pañuelo de hombre. Cumplió alternativamente distintos cometidos: en la mano derecha fue mouchoir, inmediatamente con la izquierda sirvió para enjugar la frente; un rato después las dos manos lo pusieron en la madera del reclinatorio para proteger las rodillas, y volvió a ser mouchoir, y al bolsillo. Musitando cosas ininteligibles, el señor iba siguiendo los ritmos de la Misa. A la hora de dar la paz, por ejemplo, se volvió a mí y me ofreció su mano tímida y húmeda. Por la forma de la mano no pude dejar de imaginármela acariciando la tierra. Terminó la Misa, me distraje y lo perdí. Pero allí estaba, como era lógico: delante de la Virgen del Milagro, diciendo palabritas en silencio. Con el gesto inimitable y repetido por los siglos, sacó del otro bolsillo una monedita que fue a la hucha, produciendo un leve ruido en la basílica y mucho revoltear de las palomas y gorriones de la plaza.

Comentarios

Jaime Nubiola dijo…
Maravilloso!