El Palau de la Música

En realidad ni siquiera quería ir a esa visita guiada: pero todos mis compañeros iban al Palau de la Música el sábado por la mañana y accedí. Me aflojé cuando llegué al foyer y miré al techo, y el pequeño video con nombres y testimonios de conocidísimos músicos dando loas me predispuso bien. El arquitecto, Lluís Domènech i Montaner (padre del modernismo catalán), me fue llevando de a poco por cierta armonía del conjunto, por columnas de vidrio ámbar. Los carteles están sólo en catalán. Al llegar al segundo piso te das con la sala de conciertos. ¡No te dije que se trata de una sala de conciertos! La que se construyó a principios del siglo XX, con la ayuda del pueblo catalán, para uso del Orfeó Català, un coro que aún existe y le da razón de ser a este edificio (todo está pensado para que en la sala de conciertos cante un coro y por eso los cantantes son quienes más aprecian las cualidades del lugar). Mi emoción fue creciendo y cuando me senté en la primera butaca de la sala, al lado del escenario, no podía salir del asombro, ese asombro conocido que te hace abrir la boca y no poder decir ni una palabra. Y cuando el órgano maravilloso empezó a tocar una pieza de Bach casi lloré también sin poder evitarlo. Lo precioso es cursi cuando se cuenta; hablar del arte, cuando no lo tenés al frente, cuando no estás en él, pierde el sentido. Y no lo sé contar pero igual sigo como puedo. No quiero olvidar. Al hilo de la explicación subí la vista y la paseé por el escenario, salido de algún cuento, con muchas musas diferentes que se mueven tocando instrumentos, por el árbol gigante de la música popular y los contrastes de la música clásica y la moderna (extrañamente representada por Wagner), por las rosas; y la simbología era algo que estaba ahí, representándose a sí misma y no algo postizo. Esa sala está como viva, me parece, está habitada y se mueve en medio de una luz que cambia de colores. Vi más, dijeron historias. Quiero volver.

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