Anastacio Mamaní

Anastacio Mamaní ya ha vuelto al cerro. El sol mañanero lo va saludando mientras sube el cortejo. Anoche lo velaron en la ciudad, con luz eléctica, bajo unos tules; pero el tufillo familiar de la leña lo acompañaba, y su mujercita y los hijos, llorando por dentro, y la gente del pueblo, arropada bajo mantas. Su madre lo hizo rezar como a los niños dormidos, trazándole la señal de la cruz: en la frente, el pecho, los hombros, los labios para dar un beso. Él mismo había rezado despacito: "Concédeme por su intercesión el favor que te pido: que Dios me perdone de mis pecados". En el hospital lo amortajaron como de casamiento. En el fondo los médicos ya sabían el final desde que abrieron, al ver, aparte de la infección, los rastros de la comida del minero, golpes de la vida, alguito más. Cerraron y dieron un calmante pero quién sabe si Anastacio distinguía el dolor. El día anterior estuvo trabajando y se sintió mal. Avisó al patrón y se fue hasta la salita de salud; le dieron allí un medicamento para los retorcijones por mala digestión. Volvió a su casilla pedaleando. Algo hubo de pasar para que lo llevaran al hospital grande, entre la oscuridad. Pero ya no es de noche y no hay neblina; la tierra de colores está abierta para recibirlo otra vez, al ritmo de las chajchas, la zampoña y la quena que suenan, suben y bajan por el cielo de la puna, invisibles, en medio del silencio.

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