Un pez volador

Yo sólo copio:

Nadamos en el agua como peces contra la corriente, ésa es nuestra vida agitada en contra de las adversidades. Este pez que hoy les habla, saliendo de su mar conocido, experimentó sentimientos especiales cuando se le propuso intentar dar algo lindo a niñitos que, por el dolor de estar enfermos, tienen las caritas tristes, pero ante todo mantienen la esperanza.

Cuando me disponía a ir al Hospital de Niños consideraba tarea fácil lo que iba a hacer: ¡un cuentacuentos!; pero todo lo que creía se desvaneció en el momento en el que llegué al lugar. Tenía en mi cabeza elaborada una estrategia de acción, sobre una sólida visión de lo que esperaba lograr y con la convicción de tener lo necesario para completar la tarea; “tarea”, así llamaba a lo que iba a hacer. Un sentimiento raro me embargó de inmediato; quizá el ambiente frío y cálido a la vez cambió mi perspectiva, me sentí muy nervioso, no sabía ya qué hacía en el lugar. ¡Por fuera no mostraba mucho, creo! Dentro de mí las emociones eran ubicuas, fluidas y esquivas, y se me hace difícil enumerarlas; a pesar de ello identifiqué algo parecido al miedo, pero no porque considerara que el lugar era peligroso, sino porque me vi a mí mismo como fuego, ­que a veces es útil en el lugar adecuado y en el momento propicio, pero también puede ser perjudicial si se da en la situación equivocada y escapa a nuestro control­: este era mi miedo.

La tarea se transformó y no se definía ya como tal, se convirtió en interacción, en una relación de afecto que debía lograr establecer. Es aquí cuando entendí el objetivo de todo esto. No se trataba de ser bueno o malo, sino de estar con los otros, no para solucionar sus problemas -eso sería difícil, ya lo creo-, sino para acompañarlos: ése era el objetivo

Sabiendo que para los niños se necesitan argumentos de concreción inmediata, y toda la acción debía ir dirigida a darles seguridad psicológica y prospectivas existenciales tranquilizadoras, lograr que la aceptación de la realidad se abriera a los valores positivos de la vida, al optimismo, a la alegría de recibir aquello que nos toca, aunque sea malo. Todo ello me llevó a valorar lo que se puede lograr con sólo un poco de ingenio, con unos títeres, con actitud, templanza y ganas, además de habilidad, que fue lo que vi en mis compañeros -tal vez a mí me ganó el nerviosismo, porque cuando practicaba yo solo me salía bien, pero de alguna manera lo hice, lo mejor que pude en el Hospital-.

Al empezar la función, percibí en los niños una mirada de asombro hacia mi títere, tal vez por los colores y por su forma. En el transcurso del cuento que conté, vi chicos que sonreían, otros que no me prestaban gran atención, seguramente por sus edades, ya que nuestro público tenía muchos pequeñitos. A otros les parecía algo atrayente, aunque la situación en la que estaban, de obligada inmovilidad, los retenía; pero no se querían ir. Las sonrisas de otros, creo que conmovían de manera grandiosa, seguramente hasta a las personas más egoístas.

Comprendí que el débil enseña y aprende, que la negación o aceptación de la enfermedad son actitudes que pueden ir y venir, que es normal que uno rechace las limitaciones y sufrimientos, y que aceptarlos supone esfuerzo y virtud. Siguiendo con mi relato, al momento de la despedida, un niñito con síndrome de Down se acercó a mí y abrazó a mi títere, con tanta fuerza que sentí que yo era el abrazado. En ese momento contuve la respiración y sentí que estaba en el lugar indicado, y que lo que hacía, bien o mal, le servía a alguien, que con todos sus problemas estaba ahí dando cariño. Para mí fue increíble que personas en apariencia tan susceptibles me dieran una lección que me capacitó un poco más para vivir, a querer la vida un poco más. Vi mi creación abrigada por una criatura tierna que no sabe de malicia. Comprendí que se habían acortado las distancias entre sanos y enfermos, conocidos y desconocidos. Con cada sonrisa de los niños recordé el dicho: “Pon amor donde no hay amor y sacarás amor”.

Así fue un día de cuentos con lenguajes elementales y niños deleitándose. Seguramente dejaban volar la imaginación a partir de la magia que tenían inscriptas las palabras, satisfaciendo sus necesidades de fantasía. Los cuentos fueron breves, sencillos en sus argumentos y en el significado de las palabras. Aún los más pequeños consiguieron una inmersión en la belleza y el misterio del arte: de la música, de los títeres en movimiento. El tiempo que les pude dar fue un tiempo de juego, momento extraño en el que las normas de la vida se suspendieron y recreábamos un nuevo mundo con reglas alternativas, inventadas por nosotros.

Los peces no conocemos nada más allá de lo que somos y de donde somos. Pero algunos peces descubrimos que al hacer mucha fuerza se puede dar un salto y descubrir el riesgo de ver otro mundo; volar a la superficie, sentir cómo en el aire y en el mismo lugar dejamos nuestra huella, que, aún borrada, se ve, porque queda impresa en nosotros mismos.


C.P., 20 años
Voluntario de El Pez Volador

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