Edicto

Los pies se movían automáticamente hacia adelante (tic-tac, tic-tac) encarrilados y felices, enredándose con unas pelusas en el bolsillo derecho de la falda. La chica de los mandados chistó y los ojos, mandolinas, se encaramaron automáticamente en el circo. Oh, aladas palabras yendo y viniendo por la tabla, una palabrita, quizás un edicto ajustado entre Horacio y Manú. Suspiró (no había problema, estaba en la calle ella sola, no la regañarían). Sacó una pelusa, la amasó pausadamente y la devolvió al bolsillo, estación previa al basurero. Podía pasar toda la tarde caminando y haciendo bolitas con las pelusas, entre otras manualidades. El frío bajó ahora, incomprensible, automático, por los codos, y se metió en las muñecas, humedeciendo la crispación de las manos y las pulseras sobre el pelo. Una onda automática y amarilla se detuvo justo cuando comenzó a desenrollarse un pensamiento. El circo. O el café con leche, amor.

(Apuntes sobre Rayuela en el capítulo 41)

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